La palabra tiene poder. Lo que se dice —y lo que se omite— puede construir realidades, desviar responsabilidades o maquillar delitos. Este último fin de semana, la Municipalidad Provincial de Satipo vuelve a ser el epicentro de una nueva denuncia por indicios de corrupción, protagonizada por tres funcionarios de la Gerencia de Transporte y Vialidad: Abrahamcito Alcántara Véliz, Sherly Ingrid Vicente Torres y Jherson Salva Lulo. A ellos se les imputa la comisión de delitos graves como cohecho y concusión, según la Fiscalía Provincial Penal Corporativa de Turno Especializada en Delitos de Corrupción de Funcionarios Públicos de la Selva Central.
Los hechos no se conocieron gracias a una investigación interna ni a un ejercicio responsable de fiscalización por parte del Concejo Municipal. Fueron las redes sociales las que nuevamente hicieron lo que no se atreven a hacer los regidores: exponer lo evidente. La corrupción no solo persiste, sino que parece haberse institucionalizado en diversas áreas de la administración municipal.
A través de videos y documentos difundidos por la propia municipalidad, el alcalde César Merea Tello se refirió a la denuncia como un “desliz”, minimizando la gravedad de los presuntos actos ilícitos. Resulta inaceptable que desde el más alto cargo edil se utilicen eufemismos para referirse a un caso que, de confirmarse, involucra tráfico de influencias y cobros ilegales que superan los 25 mil soles solo en una empresa de transporte.
La evidencia es contundente según el Procurador Público Municipal: mensajes de WhatsApp en los que se solicitan pagos, vouchers de transferencias bancarias a nombre del funcionario Alcántara, y testimonios que apuntan a un sistema de corrupción enquistado en la Gerencia de Transporte. Pero lo que más preocupa no es solo la comisión de estos delitos, sino la indiferencia institucional que los rodea. Ningún regidor se ha pronunciado públicamente. Ninguno ha exigido explicaciones ni asumido su rol de fiscalización.
En lugar de asumir con responsabilidad el escándalo, la autoridad edil prefiere reducirlo a un tropiezo, a un “malentendido”, escudándose en una cifra: “más de mil doscientos casos de investigación”, como si la acumulación de investigaciones fuera un atenuante y no una alarma.
Cuando la palabra se convierte en herramienta de encubrimiento y los actos de corrupción son narrados como deslices, estamos ante un problema mayor: no solo se corrompen los funcionarios, sino también el relato institucional. Y cuando el relato justifica lo injustificable, el camino hacia la impunidad queda allanado.